lunes, 17 de abril de 2023

 RECUERDOS DE MAULLÍN

Volver al sur después de quizás quince años fue un encuentro con lo más propio de mi mismo. ¿Qué valor tienen esos recuerdos entrañables que acuden a nuestros sueños?

Detenerse en lo que era entonces la Cuesta Lastarria con el volcán Villarrica levantándose entre bosques y nubes a la izquierda. Bajarse del automóvil y mirar hacia el sur quedando enajenado por el perfume vegetal del viento. Un aroma de tierra recién arada que como un trago de fuerte alcohol rompe todo equilibrio. Un deseo de volar infinitamente sobre el relieve verde de las suaves colinas, de sentir el sol sumido en la caricia húmeda del paisaje.

El sur podría ser solo un punto cardinal o una geografía de volcanes, lagos y ríos, islas y canales, o una selva exuberante. Allí nací y quedé marcado. Estuve allí en días de felicidad y privilegio, en una época de oro. En la tierra que mis abuelos afanosamente insertaron en la selva.

Sin embargo, como frente a la imagen de una instantánea no es posible ya repetir el gesto, así, algo que me es tan propio y que quedó detenido en el tiempo, sólo podrá acudir a estas páginas velado y teñido por la nostalgia.

Volver al sur ha sido volver sobre mí mismo, a escenas y sabores recuperados en medio de un mundo hoy completamente diferente y extraño, que insolentemente, así me ha parecido, se ha establecido en lo que era mío. Recorrer hoy nuevamente los mismos lugares ha sido como visitar una ciudad casi desconocida que incomprensiblemente sigue viviendo sobre mi historia que le es, a los nuevos ocupantes, inimaginable.

MAULLIN

Maullín, un pequeño pueblo, queda cerca de Puerto Montt, en la costa del Pacífico y que, cuando yo era niño, era una especie de isla. No había contacto por tierra y la única forma de llegar a ese pueblo, era por el río del mismo nombre. Yo iba al sur durante el verano y mi padre, que seguía viviendo en Puerto Montt, me mandaba a pasar unos días a la casa del tío Jaime, que era su tío y hermano menor de mi abuelo Alberto. Los días terminaban siendo el verano completo.

Tenía que levantarme muy temprano. Partía cuando era todavía de noche y tomaba un bus que me llevaba a Puerto Toledo. Yo era un niño y no recuerdo si mi padre me enviaba solo o me encargaba a alguna persona. Nunca tuve problemas y siempre llegué normalmente a tomar el barco o la lancha que bajando por el río llegaba hasta Maullín.

Puerto Toledo no era más que una especie de hostería y un par de casas. Estaba situado río abajo con respecto al Lago Llanquihue. Estaba en la ubicación adecuada para alcanzar una zona en que la vegetación y troncos muertos de aguas arriba, disminuían y dejaban navegable el río. El puertecito tenía un muelle de madera que avanzaba al centro de una corriente, ya muy suave, que permitía el atraque del Santa Rosa o La Alondra.

El primero era un barquito de acero, a vapor, con una caldera a leña. Tenía la forma parecida a un remolcador y no había una gran cabina para pasajeros. Me parece recordar que los troncos para el fuego estaban en la cubierta, en la parte trasera, mezclados con los canastos, sacos y maletas de los pasajeros. Estos se acomodaban sentados sobre ellos o en los bordes salientes de la cubierta. Si no llovía, yo viajaba en la proa del barco y me encantaba ver como se hendía el agua quieta, casi como un espejo, o como, después de una larga navegación, Maullín asomaba desde la lejanía y se iba acercando lentamente.

La Alondra era una lancha de madera con motor a petróleo, navegaba a mayor velocidad y llegaba un par de horas antes a Maullín. La desventaja estaba en que se viajaba en el interior de una cabina y la visión del paisaje y los episodios de la navegación era algo limitada.

Fui a Maullín varias veces y el apuro por llegar me hizo en alguna oportunidad preferir La Alondra. Hoy día, con una apreciación más contemplativa y evocadora, creo que mi elección seria distinta. Sin embargo también apreciaba el viaje en la proa del Santa Rosa, que me hacía sentir como capitán del barco y el viaje al exterior, sobre la cubierta, compensaba algo la demora en llegar.

El viaje me resultaba entretenido. Había un par de puertos intermedios, creo que uno se llamaba Huautrunes y tenía un pequeño muelle. La mayoría de los pasajeros sin embargo esperaba su transporte en un bote al medio del río. Cuando se acercaban, ya sea al buque o la lancha, estos disminuían la velocidad mientras los remeros del bote se apuraban para alcanzarlos. El contacto entre ambos no era fácil, el bote era bastante mas bajo y para encaramarse hasta la cubierta no había ninguna comodidad especial. A veces cuando le tocaba a alguna señora, el trasbordo era un poco cómico y arriesgado. Terminaba la pobre alzada en vilo. Se perdió a veces algún zapato y, probablemente, ninguno de los participantes en la gimnasia sabía nadar.

En el agua quieta, el barco formaba unas olas que llegaban hasta la orilla sacudiendo de pasada a los cormoranes, patos y botes. El mirar este movimiento repetido, calculando cuando la ola iba a llegar a tal punto o iba a sacudir a ese pájaro, era algo monótono e invitante a la ensoñación, pero el paisaje era muy variado y rápidamente llegaba un nuevo estímulo. A la salida de Puerto Toledo los árboles eran muy tupidos, sus ramas crecían dentro del río y no se veía la orilla entre ellas. Al avanzar río abajo la visión se ampliaba, aparecían praderas y algunas casas. Al llegar a puerto el río era muy ancho, casi como un lago, y Maullín asomaba como una especie de península entre el río principal y su afluente, el Cariquilda.

En el muelle del puerto me esperaba alguno de los primos de mi padre. Habían recibido un telegrama anunciando mi visita.

Las visitas a la casa del tío Jaime duraban prácticamente todas las vacaciones de verano. En alguna oportunidad mi padre había albergado en nuestra casa en Puerto Montt, a uno de los hijos del tío Jaime, a su primo Nibaldo, y se había preocupado que pudiera estudiar y practicar sus estudios de radio y electrónica en la firma Montealegre Hermanos y Compañía que el tenía en Puerto Montt. No se por cuanto tiempo fue el asunto, pero el caso es que el tío Jaime se sentía muy agradecido y, aparte de lo extraordinariamente hospitalario que era naturalmente, me recibía siempre con mucho cariño.

El tío Jaime era un personaje muy interesante y poseía una figura muy característica, poco frecuente en el sur. Se veía quizás como un caballero inglés, se le salía naturalmente lo Randolph, el apellido de su madre. Su cabeza estaba siempre cubierta con un jockey que sólo se sacaba para comer y dormir. Fumaba pipa incansablemente. No conocí a otra persona con este hábito en el sur. Mi padre siempre me enviaba a Maullín con un tarro de tabaco Prince Albert para el tío.

Aunque de temperamento inclinado hacia el silencio, era la imagen de la gentileza. La forma en que trataba a la tía Cristina, su esposa, era un resumen de caballerosidad. A mí, todavía un niño, me parecía notable cuando le oía tratarla de Cristinita, mal que mal, detrás de sus serios bigotes, se veía un caballero ya de edad y no me calzaban dentro de su imagen de severidad y seriedad estas ternezas. Por otra parte escuché a la tía Cristina tratarlo más de alguna vez de Jaimito. En realidad ambos tenían una bondad casi irreal, como de cuento de hadas.

Los primos de mi padre eran algo menores que él y mayores que yo. Incluso Federico, el menor, tenía unos tres o cuatro años más. La tía Cristina Mücke, hacía honor a su apellido alemán y varios de los hijos tenían nombres como de caballeros medievales. Ellos eran José, Germán, Nibaldo, Yolanda, Reinaldo, Sergio y Federico (Llico). Con este último yo no tenía una perfecta sintonía. Más tarde, ya mayores nos volvimos a encontrar y las pequeñas diferencias y rivalidades estaban completamente superadas.

Maullín era un mundo mágico. El fundo del tío Jaime era pequeño, no recuerdo si de 20 cuadras o hectáreas. Parecía ser una instalación completamente autosuficiente y en el había y se hacía de todo.

No eran sólo los nombres de mis primos o la caballerosidad del tío Jaime lo que hoy me hace asociar al fundo con un ambiente medieval. Habría que decir, desde luego, que era un mundo amable donde uno se sentía más seguro y acogido que tras las murallas de un castillo. La economía del fundo, prácticamente autosuficiente, desbordando de su propia vida y riqueza hacia el mundo exterior, tomaba una posición semejante a la de un señorío protector.

En el fundo se cultivaban especialmente papas, a veces trigo y forraje para los animales.

Había también una lechería con unas veinte a treinta vacas. Se criaban chanchos que se engordaban y se convertían en cecinas que se vendían en el pueblo.

Un manzanal con una variedad increíble de manzanas. Recuerdo unas enormes, las llamaban manzanas de libra, y unas muy pequeñas, casi como cerezas, de color rojo unas y otras amarillas. Además una serie de variedades intermedias.

Se producía chicha de manzanas, del propio manzanal y de manzanas que traían pequeños agricultores de la región para ser elaboradas a maquila – es decir entregando una parte de la producción al propietario de las máquinas – en las instalaciones que tenía el tío Jaime. Estas no eran demasiado sofisticadas. Las manzanas caían por gravedad sobre una serie de rodillos giratorios con simples clavos. Estos, al girar, molían las manzanas y ya se producía en esta operación una buena cantidad de sidra. Lo que quedaba de las manzanas ya molidas se recogía y juntaba en un barril que dejaba rendijas entre las duelas. El barril tenía un torniquete que ejercía presión sobre la tapa del barril y esta sobre el molido de manzanas exprimiéndolo al máximo. El remanente era festín para los chanchos. Se llevaba a sus corrales y se depositaba en un “zambullo”, que era un tronco ahuecado a lo largo para recibir la comida sin que esta cayera en el suelo, que era una mezcla de barro y excrementos de estos animales, que parecían vivir más o menos cómodamente en este ambiente y engordaban “como chanchos”.

Los papales debían ser protegidos de estos animales que salían todos los días a pastar o a buscar de comer en el bosque. Algunos se quedaban ahí y se convertían en verdaderos jabalíes, les salía un pelo tupido y colmillos. Si se les arrinconaba podían atacar y eran peligrosos aún para los perros.

Los chanchos eran muy destructores si lograban entrar a un papal, hozaban en la tierra hasta encontrar las papas que se habían sembrado, se las comían y se perdía la siembra y además todo el trabajo.

Para impedir que pasaran bajo los cercos se les colocaba una “calranca” – quizás un nombre de origen indígena – que era una horca o una especie de palo de honda que, amarradas sus dos ramas con alambre bajo el cuello del animal, si este trataba de penetrar bajo un cerco el mango de la honda colocado hacia arriba topaba y lo “ahorcaba” impidiendo hacer fuerza para pasar. No siempre era completamente efectivo y para el chancho el premio al otro lado merecía cualquier esfuerzo.

Los chanchos son animales de temperamento especial, parecen deslizarse por el mundo ensimismados. Gruñen suavemente mientras caminan o comen, quizás en que piensan. Cuando son pequeños son muy limpios y simpáticos. Son como un tubo duro que si uno trata de atraparlo no hay donde encontrar un punto de agarre y se deslizan inevitablemente.

José, el mayor de los hijos del tío Jaime, era un personaje extraordinariamente industrioso y se había interesado, entre otras cosas, por la apicultura. Había reunido unas familias de abejas para obtener miel y cera. Los bosques cercanos, en que abundaban los ulmos, que dan, se dice, la mejor miel, eran un territorio abundante de flores para las abejas, situación de la que se debía sacar partido.

Había varios cajones, noventa o cien, que albergaban familias de abejas que se cultivaban para obtener miel. Esto traía consigo una serie de actividades que me fascinaban.

Estaba el sacar los panales de los cajones. Habría unos doce a quince por cajón y se podía sacar sólo un número limitado de ellos porque el resto era el alimento para las abejas en invierno.

La operación de sacar la miel de los cajones y panales era muy entretenida. José se cubría completamente con guantes y una especie de capuchón que le tapaba cabeza y cara dejando una especie de visor de fina rejilla – debe haber sido el resto de un colador de la cocina – que protegía de las abejas. José era un inventor bastante genial, había adaptado una vieja cafetera con un fuelle que el había también fabricado, este estaba conectado a la parte inferior de la cafetera. Esta se llenaba con carbón encendido y hojas verdes. El fuelle alimentaba las brasas y por el pico de la cafetera salía entonces un chorro de humo. Se acercaba este primero a la rendija por donde entraban las abejas a su cajón para ahuyentar una cierta cantidad de ellas. Después se levantaba el techo que protegía el cajón de la lluvia y quedaba al descubierto la tapa misma del cajón que estaba formada por una serie continua de listoncitos de sección trapezoidal con la cara más angosta hacia el interior del cajón. Por algún atavismo genético las abejas invariablemente fijaban y construían el panal sobre esta cara. Si uno levantaba entonces cuidadosamente un listón este traía adherido el panal con la miel. La cafetera servía entonces nuevamente para ahuyentar a las abejas hacia el interior del cajón o hacia el aire. El panal se desprendía del listón que se ponía nuevamente en el cajón para cerrarlo. El panal se dejaba en una fuente y después en la cocina se dejaba lentamente fluir la miel.

Un panal es algo maravilloso. Está enteramente hecho de cera y las celdillas hexagonales son de una precisión geométrica propia de los más perfectos productos industriales. La riqueza morfológica de los organismos naturales se vuelve aquí la simplicidad misma en éxtasis matemático.

Otra maravilla es el contenido, la cera y la miel. Algunos panales tomaban un color más oscuro, incluso en sectores casi negro, quizás consecuencia sureña que con su característica humedad los cubría con algún tipo de hongo. Pero la mayoría eran de un color amarillo o marfileño y de una pureza prístina. Yo elegía siempre alguno de ellos y partía un pedazo, abollando al mismo tiempo las celdillas bajo mis dedos. El pedazo me lo echaba en la boca para sorber la miel. Había un sabor de naturaleza virgen en el gusto penetrante y fluidez de la miel combinado con la suavidad de la cera rota en la boca, transformada finalmente, ya exprimida de toda su miel, en una pelota perfumada en mis manos.

Había una fábrica de bebidas gaseosas. Se preparaban de naranja y de piña. Los ingredientes llegaban de algún lugar al norte, Valdivia quizás, en forma de esencias o polvos. Recuerdo que también había que ir a buscar al puerto los cilindros de gas carbónico y aire comprimido. Este último para una máquina que terminaba cerrando herméticamente con una tapa corona las botellas. Yo participaba al final de la ceremonia pegando las etiquetas en las botellas. Tenía una olla con engrudo donde las untaba. Todo venía mojado y quedaba al secar muy limpio e impecable.

No debo olvidar el club de fútbol, el Arco Iris, tampoco el aeródromo que se formó en parte importante con los potreros regalados por el tío Jaime.

Las actividades para mantener todo funcionando eran un mundo de fascinación inagotable para mí.

La casa del tío Jaime era la más grande de Maullín, de hecho algunos de sus habitantes, más que a la Casa Montealegre se referían a ella como la “Casa Grande”. Bajo un punto de vista arquitectónico era una expresión destacada de la arquitectura en madera del sur. El arquitecto Hernán Montecinos, que lideró los trámites frente a UNESCO para conseguir la declaración de las iglesias de Chiloé como “Patrimonio de la Humanidad”, me mandó una foto de la casa, sin saber que había sido de un pariente, diciéndome que la encontraba notable y que incluiría su estudio en el libro que estaba preparando.

En la época en que yo iba a Maullín, no estaba terminaba completamente. Faltaba construir la escalera principal que consideraba un ancho más o menos majestuoso. Solo estaba la escotilla para recibir la escalera en el segundo piso. Como arquitecto puedo opinar y me doy cuenta que era un problema estructural complejo. Quizás nunca se completó. Además una segunda escalera que comunicaba desde la cocina del primer piso al segundo de los dormitorios daba un excelente servicio.

Parte de la casa, un ala de comedores en primer piso, funcionaba como quinta de recreo. Los fines de semana en el verano, venía gente del pueblo a almorzar o a tomar onces con los exquisitos kuchenes y sandwiches que preparaba la tía Cristina. También se servía chicha y salían guitarras, había baile, piropos a las niñas y a alguno se le subía el alcohol a la cabeza. Yo no sólo conocía sino que me sentía amigo de todos los habitantes del pueblo. El carnicero, Alejo Cerón, goleador de la delantera del Arco Iris, era buen guitarrista. Le tenía afecto y me sentía con confianza como para integrarme al grupo. Rápidamente la tía Cristina me mandaba a buscar, no fuera yo a escuchar o ver algo impropio.

Las últimas fotos de la casa que he conseguido desgraciadamente muestran un avanzado deterioro difícil de recuperar.

Para mí ir a Maullín era para andar a caballo. Cuando llegaba me asignaban generalmente al "huile", un caballo chilote, alazán, cabezón y de tamaño mediano. Me lo entregaban gordo, medio mañoso y lleno de ímpetu y fuerza. Alguna vez intentó tirarme un mordisco. Al final del verano yo lo devolvía flaco y acabado. Creo que más de alguna vez me habrán dicho: Titín, deja descansar un poco ese pobre animal. Como mi padre era don Tito, yo era para todo el mundo Titín, cosa que nunca me gustó y aún hoy encuentro algo ridícula. Me pregunto cuántos sabrían que mi nombre era Alberto.

Esto de tener que descansar al “huile” no disminuía mi afán por andar a caballo. En una oportunidad, vi que el caballo que tiraba el carretón del carnicero, un grandulón medio percheronado, andaba cerca de la casa. Decidido montarlo y salir a cabalgar, tomé una manea, fabriqué una huasca, se veía que era un animal lerdo. Como era un caballo grande, la única manera de subirme era acercar el caballo a un cerco y desde allí alcanzar a su lomo. Lo llevé lo más cerca posible del cerco, pero no era suficiente. Empecé a empujarlo pero el grandulón apenas se movía. Levantaba una pata y la devolvía en el mismo lugar. En una de esas apoyó su pata en uno de mis pies, para remate yo andaba descalzo y quedé ahí aprisionado. Por suerte el caballo no estaba herrado y el pasto y la tierra algo blanda me salvaron de un accidente y pude con algún esfuerzo y susto mover por fin a la bestia y librarme. Cuando mi hija Myriam Paz era pequeñita y no quería, así no más, comerse la comida, entre cucharada y cucharada había que contarle cuentos. Frecuentemente me pedía que le contara el de “pisadura de caballos”.

Fue el andar a caballo una fijación mental. Al comienzo, en el primer viaje, el caballo que me prestaban tenía montura y riendas. Con mi obsesión por cabalgar, no perdía la menor oportunidad para hacerlo, por lo tanto no había aperos que la resistieran sin quedar destruidos. Primero me reemplazaron la montura por un pellón. Este era un cuero de cordero o una especie de pequeña frazada que se colocaba suelta sobre el lomo del caballo. A mi no me gustaba porque se resbalaba y me hacía sentir algo inseguro. Rápidamente lo eliminé y andaba sencillamente en pelo. Se ensucia la ropa pero es la mejor forma de andar sobre un caballo, uno se siente formando una unidad con el animal. En vez de riendas usaba una manea, esto es un cordel corto que se usaba para amarrar las patas traseras de las vacas para que no se movieran durante la ordeña. A veces también la cola para evitar un latigazo en la cara del ordeñador, cuando la vaca quería espantarlo a él o alguna mosca. Aprendí a hacer un nudo muy sencillo que se amarraba en el hocico, en la quijada del caballo, y el largo de la manea resultaba perfectamente adecuado para rienda. Yo era completamente feliz, una especie de piel roja formando una unidad con mi caballo.

Las oportunidades para a andar a caballo eran múltiples. Comenzando de mañana por ir a dejar las vacas y terneros a sus respectivos potreros.

Todo el mundo se levantaba al alba para la ordeña de las vacas. Yo me levantaba más tarde cuando estaban terminando. Iba a buscar mi huile, que había quedado la noche anterior en un potrero más pequeño y con algo de trabajo conseguía arrinconarlo y echarle el lazo. A veces había otros caballos con el huile: la yegua rosilla de Sergio o un caballo de talla grande de José, bautizado como el Solimán, seguramente por el secreto anhelo de tener una cabalgadura árabe de verdad. Este era más salvaje y brioso, los otros caballos le seguían y resultaba difícil arrinconarlos. Tenía que buscar alguien que me ayudara, entre los mozos o mis tíos primos. Aún así resultaba una operación difícil. No podría olvidar esas mañanas con el pasto húmedo por el rocío mojando mis canillas y a veces un suave velo de vapor de agua sobre el potrero.

Tomaba primero desayuno, una taza de café con leche con unas grandes rebanadas de pan llenas de mantequilla y miel. Hacía una especie de exquisita pasta con la mezcla de ambas. Era mi preferida, por sobre el salame y otros embutidos fabricados en casa con carne de chancho.

Terminado el desayuno, lo primero era ir a dejar a las vacas a un potrero en que pasarían todo el día pastando. Luego los terneros a otro potrero, separados de las vacas. Si se dejaran los terneros junto con las vacas se tomarían toda la leche y no quedaría nada para los humanos. Tenían por lo demás que aprender poco a poco a alimentarse con pasto.

Los terneros eran de distinta edad. Cuanto más pequeños más hermosos y, como su nombre lo dice, tiernos. Había algunos en que todavía colgaba un trozo de ombligo seco. Era muy lindo poder hacerles cariño, tenían una piel suave y en la frente el pelo generalmente rizado que uno siempre persistía en despeinar, sin lograrlo. En los terneros más grandes comenzaban a asomar unos pequeños cuernos y si me acercaba a acariciarlos a veces intentaban una especie de cornada. Todos los vacunos del fundo del tío Jaime eran de color negro y blanco, del tipo holandés, eminentemente productores de leche. En los terneros nuevos el blanco y negro relucían. Las vacas eran muy mansas y uno podía hacerles cariño sin temor. Había en el corral de ordeña unas cajas con conchas de tacas – llamadas almejas aquí en el norte – para que las vacas se las comieran. El calcio contenido en las conchas era bueno para los huesos de las vacas y la leche. Increíblemente a las vacas le gustaban estas conchas y a una, de mi tío-primo Reinaldo, le gustaba que se la pusieran en la boca. Me pegaba un lengüetazo en la mano, medio baboso y áspero, entre ávido y amistoso. Los ojos de estos animales son una maravilla, grandes y profundos, llenos de expresión y con unas pestañas como de caricatura.

Mientras ordeñaban las vacas, los dos toros que acompañaban el rebaño, echados en la tierra, rumiando y meditando filosóficamente, esperaban afuera del corral que terminara la ceremonia. Viéndolos ahí, tan pacíficos, era una tentación aproximarse y tocarlos. Muchas veces me acercaba a hacerle cariño al más grande y más viejo, parecía el más tranquilo, revolviéndole los rizos de la frente como hacía con los terneros. Tenía una cabezota enorme y en una oportunidad no le gustó mucho mi vecindad y levantó la cabeza, como quien espanta una mosca, y mi mano y brazo sintieron la enorme masa como una fuerza incontenible y ominosa de la naturaleza. Muchas veces me vieron desde la cocina y me gritaban que no me acercara al animal, que aunque muy manso, era por último una bestia impredecible. Yo desde luego, me comportaba como el típico niño porfiado. Creo que después del incidente, en que presentí la enorme fuerza del animal, decidí que el acercarme demasiado sería algo que no repetiría nunca más.

Al final de la tarde se repetía la rutina y comenzaba por ir a buscar los terneros que debían pasar la noche en el patio de ordeña cerca de la casa. No recuerdo bien, pero me parece que se ordeñaba nuevamente en la tarde y era necesario buscar nuevamente las vacas.

Montando al Solimán

Recuerdo una oportunidad, en que supongo que tras mucho insistir, conseguí que me prestaran el Solimán para esta tarea. Me conseguí una rienda que tenía un freno simple, hubiera preferido uno de palanca para poder tener un mejor control, este caballo no era para una simple manea. Era muy brioso y se le montaba poco porque había estado herido en el lomo por alguna montura, y cuando esto sucede cuesta que cicatrice y el animal queda predispuesto a repetir fácilmente la lesión. El muy inconsciente, decidí aprovechar la oportunidad a concho y subrepticiamente me hice de un par de espuelas.

Las vacas estaban en un potrero y para llegar había un camino de tierra con grandes desniveles que habían dejado las pozas de barro que se formaban durante el invierno con el tránsito de las carretas. Un suave espoleo y el caballo volaba dejando una estela de polvo sin que se sintieran las irregularidades del camino. El corazón me latía con fuerza y creo que yo temblaba de emoción. Me costó bastante frenar porque para tirar con fuerza de la rienda hay que apretar las piernas o uno se desliza hacia el cogote del animal. Apretar las piernas cortas en mi caso, era todavía un niño, llevando espuelas era asunto nada trivial.

La puerta del potrero donde estaban las vacas, “la tranca” se llama por allá, consistía en cuatro varas horizontales que se ensartaban en dos gruesos pilares de madera con unas perforaciones ad hoc. Abrir la tranca consistía en tomar las varas, deben haber tenido no menos de diez o doce centímetros de diámetro, deslizarlas por el agujero para producir la apertura. Mover la vara superior era fácil, a medida que se iba bajando la cosa era más complicada. Iba en pelo y no me atrevía a bajarme del caballo, demasiado brioso y grande. Había que mover todas las varas para dejar pasar las vacas, la inferior la habría saltado con el caballo sin problema, pero debía sacarla. No se como lo logré.

Una vez dentro del potrero, a pesar de mi emoción, no resistí y ensayé nuevamente la potencia de la bestia que cabalgaba. Esta vez pasé un susto grande, el caballo corría directo hacia un cerco del potrero, formado por restos de troncos a medio quemar apilados para formar el cierro. Chocar contra ellos podría haber sido fatal. Nuevamente conseguí frenar. Inmediatamente me saqué las espuelas. Fue la primera vez que las usé.

Rodeando las vacas

Lo que yo hacía se llamaba “rodear” las vacas. Supongo que el origen es el mismo de la palabra rodeo. Quizás proviene de la operación que se efectúa en que se va buscando el animal más alejado en el potrero, se le rodea para empujarlo hacia el centro para formar un piño que se arrea para llevarlo, en mi caso, hasta el corral de ordeña que estaba frente a la cocina de la casa.

Ese rodear las vacas cerca del crepúsculo era especialmente hermoso. En los veranos del sur oscurece tarde y suavemente. Se siente una verdadera paz y felicidad. Parte del arreo consiste en gritarles a los animales una frase casi irreproducible en escritura: “aca jueeeera, jueera”. La aprendí de la gente de allá y supongo que quería significar “vaca afuera, afuera”. Ese grito a todo pulmón, alargado las sílabas, en el silencio de la tarde, rebotando en el bosque que limitaba el potrero, me adueñaba del espacio y del mundo.

Por el camino me saludaba el graznido de las bandurrias y el griterío de protesta de los treiles, queltehues se llaman por acá, interrumpido algún importante conciliábulo por nuestro paso, el de las vacas, mi caballo y yo.

La cosecha de pasto

En invierno escasea el pasto para los animales en los potreros. Es necesario plantar especialmente pasto, cosecharlo y guardarlo para complementar la comida de los vacunos durante esa temporada. Ese pasto guardado se llama, no se porqué, forraje.

En el valle central el forraje es generalmente alfalfa seca que se guarda en fardos. En el sur se planta un pasto especial, unas variedades de gramíneas que yo conocí con el nombre de pasto ovillo y cebadilla. Se guarda suelto formando un gran montón, una parva, en el interior de los galpones. Los galpones que yo conocí eran una especie de esqueleto de madera recubierto de techo y muros en tejuela de alerce. Los pisos eran de tablones que se apoyaban sin ningún sistema de fijación, cayendo por su propio peso sobre las vigas. Conforme se iba acumulando el pasto seco y crecía la altura de la parva se iban retirando los tablones. Era muy entretenido trepar uno o dos pisos y dejarse caer sobre la parva. Una vez quedé helado al caer al lado de una horqueta que había quedado olvidada en el pasto, un poco desviado el salto y podría haber sido un accidente quizás grave. El ángel de la guarda existe y cuida de los niños.

La cosecha de pasto era una tarea colectiva en que participábamos de capitán a paje, dueños, invitados y empleados. El clima lluvioso no forma particularmente parte de mis recuerdos, llueve en forma intermitente en una mezcla de cielos claros y oscuros y uno ni se da cuenta. Sin embargo cuando llega la cosecha de pasto el tema es vital. El tío Jaime en especial tenía una intuición fruto de una larga experiencia para predecir el curso del clima. Me parece recordar que en Febrero se presentaban casi siempre varios días de buen tiempo sostenido y el tío daba la orden de cortar el pasto.

Había una máquina bastante simple arrastrada por bueyes que iba dejando una hilera sobre el potrero. Había que dejarla secar al sol un par de días. Entonces se reunía todo el mundo en el potrero y cada uno, algunos con una horqueta otros simplemente con un palo, pacientemente dábamos vuelta las hileras de pasto para que se secara por el otro lado.

Sin no había llovido y el secado había terminado venía la etapa que más me gustaba. Se juntaba el pasto en montones en el potrero y se llenaban hasta el tope las carretas sujetando con lazos la “pellejada”, así llamaban al montón de pasto cargado en la carreta. Me encantaba subir al tope y afirmado en los lazos ir dando tumbos por el camino al galpón. En verdad era peligroso, fácilmente uno podía soltarse y caer frente a las ruedas de la carreta. Pobre de mí si me veía el tío Jaime. Los empleados me alegaban también pero mi porfía era superior. Puedo argumentar en mi defensa que las carretas que se usaban en Maullín eran de dos ruedas y con algo de cuidado si uno se deslizaba caería detrás de ellas. El porrazo desde la altura no era tan grave, a esa edad los niños son de goma.

El domador de caballos y fabricante de yugos

Se llamaba don Carmen Díaz, le acompañaba siempre su hijo Comilo. Vivían en una casa muy sencilla en que cuando uno llegaba encontraba a su señora cocinando y calentando algo en la cocina. Era pequeñita, tenía el pelo muy blanco y quizás por ese detalle me parece recordarla como la señora Nieves.

Salir a caballo con don Carmen y Comilo era para mí una aventura. A veces entre los dos caballos que ellos cabalgaban se llevaba al caballo chúcaro que estaban domando. No practicaban esa domadura en que el jinete monta y aguanta sobre el animal hasta donde puede, se levanta desde el suelo y vuelve a insistir hasta dominarlo por agotamiento. Aquí don Carmen usaba una estrategia de persuasión y lento convencimiento.

Don Carmen fabricaba yugos para los bueyes. Había que elegir la madera apropiada. Para los trabajos corrientes el avellano y para tareas duras como el destronque, los de luma.

Alguna vez los acompañé al interior del bosque para buscar un palo adecuado, muy recto para poder hacer un yugo. Recuerdo que yo usaba sandalias y pantalón corto y a veces me enterraba en la hojarasca hasta quedar sentado sobre ella. Para salir trepaba a algún tronco y al salir tenía varias sangujuelas negras, unas babosa algo asquerosas, adheridas firmemente a la piel. No era cuestión de arrancarlas simplemente porque se rompían sin soltarse reventando la sangre que a uno le habían sorbido. Don Carmen tenía la solución, fumaba unos cigarrillos amarillos marca “La Favorita”, los acercaba pacientemente, una por una, a las sanguijuelas y con la brasa del cigarrillo los gusanos se soltaban dejándole a uno varios puntos rojos en las canillas.

Las faenas de destronque

Quizás convendría explicar aquí en que consistía esta faena de destronque.

Estas zonas del sur eran primitivamente grandes bosques y los colonos debían ganar espacio en la espesura para tener áreas libres donde plantar papas, trigo, forraje para los animales, etcétera. Se cortaban los árboles para obtener madera para la construcción, vigas y pilares, tablas y, no menos importante, leña para cocinar. Quedaban un resto de los troncos con sus raíces enterradas en el terreno ocupando el espacio y entre ellos no se podía sembrar. Era necesario despejar, sacarlos o al menos la parte más saliente de la raíces. Se excavaba entre medio de ellas y se les prendía fuego tratando en esa forma de soltar de su arraigo el tronco que había quedado y en esa forma tener espacio plano y parejo. El asunto no era fácil, nunca se quemaban completamente las raíces y el tronco se agarraba firmemente del suelo.

Se traían yuntas de bueyes y con cadenas de acero se unían dos, tres o cuatro con los troncos y a tirar. La faena era muy peligrosa y no sólo yo sino también la gente mayor, con excepción de los boyerizos, debíamos retirarnos a una distancia conveniente. Más de alguna vez se había cortado una cadena y el latigazo había despaletado un buey o hecho pasar el susto de su vida a un boyerizo.

Era un espectáculo hermosísimo e inolvidable ver a un grupo de gente animando a los bueyes, animales, que generalmente eran la imagen de la paz y sosiego mientras rumiaban, convertidos ahora en atletas. Surgía todo un relieve muscular insospechado de esas pieles siempre tranquilas y uno los veía como en un ambiente de competencia y de fuerza verdaderamente magnifico, con la brutalidad del circo romano. Las garrochas de los boyerizos y los gritos no tenían piedad y era todo exaltación. Los troncos eran a veces rebeldes y aunque se sumaban yuntas de bueyes no se movían y había que volver a la faena de quemado. Cuando uno aflojaba era siempre un ominoso sonido de madera desgarrada y el alivio de toda la concurrencia.

Estos troncos a medio quemar se apilaban cuidadosamente trabados en hileras y servían como cerco en los potreros. Después de un tiempo, lavados por la lluvia, tomaban un color plateado que se mezclaba con el color negro carbón de las partes quemadas tomando un aspecto quizás algo tétrico.

Mis compinches

Ya he mencionado que con mi primo Llico, un par de años mayor que yo, no nos entendíamos bien. Era regalón de su madre y de su hermana y tendía ser algo acusete y excluyente conmigo. Por lo que, fuera de las tareas campesinas en que me sentía plenamente feliz, buscaba otros compañeros de juego.

No me acuerdo de los apellidos ni nombres exactos, eran más o menos de mi edad. Para mí eran el Lliye y el Shejo.

El Lliye era más o menos de mi altura, delgado y de temperamento tranquilo, lo recuerdo en forma algo borrosa.

El Shejo era un personaje notable, de familia muy pobre, incluso me parece recordar que era huérfano. Tenía una personalidad de hierro y no había nada que pudiera amilanarlo o moverlo de una inflexible personalidad. Lo recuerdo con su poncho, unos pantalones parchados que llegaban un poco por debajo de la rodilla y siempre “a pata pelá”. Desconfiado de los demás siempre veía las cosas como desde una duda metafísica. Una salida típica frente a nuestros comentarios era decir “gua creete Paulo” que traducido literalmente sería “voy a creerte Pablo” y cuyo significado sería más bien “no vengas con cuentos”. Otra cosa genial que manejaba con pleno desparpajo y claridad de lo que hacía, era la forma de dirigirse a sus mayores. José, por ejemplo era don Ajose (sin acento en la e), Sergio don Asergio, Nibaldo don Aniba, etcétera. No conocía el odio de clases, y al menos a esa edad, creo que miraba la vida sin amargura ni ilusiones. Eramos muy compiches.

En el verano del sur las tardes son largas, así que después de comer nos juntábamos a jugar futbol hasta que oscurecía. La cancha con algunas graderías había sido una donación del tío Jaime al Club Arco Iris. El industrioso José, presidente del club había fabricado arcos y graderías aprovechando el faldeo del cerro.

Chutear y chutear al arco, a veces una pichanga. El Shejo, descalzo, pegaba unos tiros como balazos y sus trancadas eran temibles.

Estábamos los tres en algo así como las divisiones infantiles del Arco Iris. Jugábamos a veces contra el Baquedano y el Ramírez – gloriosos nombres de la guerra del 79 – otros clubes de Maullín.

Recuerdo el himno oficial del Arco Iris que cantábamos en forma entusiasta:

“Que viva el Arco Iris y sus jugadores

su Presidente activo y cooperadores

… chútale, chútale, chútale,

chútale siempre al gol

¡arriba, abajo a la orilla y al rincón!”

Creo que siempre perdíamos pero gozábamos plenamente. Nos poníamos las camisetas de los adultos, ninguno tenía zapatos adecuados. El Shejo con sus pies curtidos no habría podido ponérselos.

Recuerdo una oportunidad en que había por ahí una carreta estacionada con sus bueyes y una garrocha descansando en el yugo con lo que los animales no se movían. Nos subimos a la carreta y desde arriba maniobrábamos los bueyes y los hacíamos correr, cosa que no acostumbran estos animales. Éramos una especie de aurigas. En vez del circo fuimos a la cancha de fútbol. No sé cómo perdimos el control y de repente nos encontramos enfilando directamente hacia uno de los arcos. Desde arriba de la carreta el control de los bueyes corriendo era imposible. Embestimos uno de los verticales del arco que se partió medio a medio. El horizontal cayó entre nosotros en la carreta. El asunto era muy peligroso, era en primer lugar un elemento macizo y pesado – no se escatimaba madera – y lo más peligroso era que estaba lleno de clavos doblados para formar ganchos para recibir las redes. Pasó entre nosotros en un instante y por suerte no nos pasó nada. No me acuerdo que sucedió con el segundo vertical y si acaso nos retaron. El asunto terminó en que José llamó a sus ayudantes y rápidamente se volvió a habilitar el arco.

El río Cariquilda

La casa del tío Jaime quedaba al final de Maullín. Uno llegaba hasta ella por la calle principal, con el Cariquilda a la izquierda y, doblando hacia la derecha la última calle y a pocos metros la casa del tío.

Nos bañábamos en el río. Era muy transparente pero al pisar el fondo se levantaba un légamo finísimo que enturbiaba el agua. Algo lo impulsaba a uno a zambullirse y nadar rápidamente en ese ambiente diáfano sin contaminarlo.

Las márgenes del río estaban llenas de cañaverales en los que anidaban patos, caiquenes y tagüas. Algunos adultos trataron alguna vez de cazarlos, pero me parece recordar que por suerte siempre fallaron. La caza ya no tiene la atracción ni la ceremonia con que se presentaba en aquella época: los modelos de escopetas y sus calibres, los morrales, las chaquetas y sombreros, la irrupción en la naturaleza virgen

A veces con mis amigos conseguíamos unos remos y sacábamos algún bote, no siempre con permiso del dueño, y a navegar por el río. Los remos eran para salir, después un remo se ensartaba en un hoyo que se practicaba siempre en uno de los bancos transversales del bote, y con un remo, una vara y un poncho se improvisaba una vela; el otro remo servía de timón. Recorríamos alguna distancia considerable y nos demorábamos en volver.

Un deporte típico consistía en tomar velocidad con el bote y lanzarlo contra los cañaverales. Nos entreteníamos felices con este tipo de aventuras en el río y pasábamos frecuentemente algunos apuros. A veces el salir de los cañaverales se transformaba en una tarea bien complicada, el bote trabado y no era posible bajar a los cañaverales a sacarlo.

En una oportunidad salimos a pescar y el Lliye se clavó un anzuelo en el pié descalzo. No sabíamos que hacer, se hizo de noche y decidimos ir al pequeño hospital del pueblo a buscar una solución. En el muelle estaban Sergio y Llico muy asustados porque yo no llegaba. Me agarraron de un ala y me llevaron donde el tío Jaime. Estaba enojadísimo y me retó con ganas. Por única vez se le cayó la gramática. Al día siguiente pude averiguar que le había pasado al Lliye; le habían sacado el anzuelo y estaba bien.

Los perros.

Los perros cumplían dos tareas. La compañía a los humanos en que el Bechstein, perro regalón de José, destacaba por su simpatía y ciego apego a su dueño. Lo miraba y seguía a todos lados, donde fuera José, a pié o a caballo, con sol o con lluvia. Nunca supe porqué un perrito tan tierno recibió como nombre el de una famosa fábrica de pianos de concierto. Secretos del sur revelados quizás alguna noche junto al fuego.

Los perros guardianes eran tres, permanecían encadenados todo el día y se soltaban en la noche como protección contra los ladrones.

Eran unas fieras. Cuando se pasaba cerca de ellos ladraban, mostraban los dientes y parados en dos patas luchaban contra sus cadenas. Si se hubieran soltado quizás que habría pasado. Si en la noche pasaba un jinete por el camino se abalanzaban en medio de terribles ladridos y en la mañana al despertar, uno se admiraba que no se lo hubieran comido.

El más bravo era de color gris, de raza indefinida, pero grande y macizo. En una de esas cosas de niño, quizás para entretenerme decidí tratar de conquistarlo. Se llamaba “Campero”. Mi estrategia era acercarme con la comida. Les llevaba a él y a los otros perros sus fuentes y se las acercaba calculando muy bien la extensión de la cadena. Transformado en ritual, el acercamiento fue cada vez mayor; para sobornarlo le llevaba de vez en cuando un bocado especial de la cocina que el perro comía de mi mano. Los perros saben de gratitud y nos hicimos amigos. Más de alguna vez lo solté de día y salimos al campo. En su compañía me atrevía a cualquier cosa. Era yo en ese momento el arquetipo del amo y el perro.

El pegual

El emprendedor José tenía unas tierras relativamente lejos de Maullín, hacia el mar antes de llegar a Carelmapu. Había soltado ganado allí para engorda y había que ir a buscar a alguno y traerlo al Matadero.

Conseguía que me dejaran acompañar a José que iba con un ayudante experto. No había camino, pasábamos a veces por el bosque y algunas casas, que no tenían perros encadenados. Era preocupante la posibilidad de caerse del caballo en medio de la jauría que trataba de morderle las corvas, es decir las patas traseras, a los caballos. Recibían más de alguna patada y salían aullando. Una huasca producía el mismo efecto.

Se saludaba desde lejos a los dueños de casa y se seguía caminando.

A veces se asomaba una niña desgreñada y uno se sentía en la frontera del mundo y, sin querer, continuaba cavilando sobre su dura realidad y el sentido de la soledad que se encontraba en esos parajes.

Había que cruzar esteros o riachuelos. En algunos había que subir las piernas sobre el lomo del caballo que los atravesaba no sé si nadando; el caso es que el caballo parecía hacer pié en el fondo y se elevaba, se volvía a hundir no completamente, tomaba impulso y repetía la operación, era algo suave, levemente inquietante y la única preocupación era no mojarse.

A veces el camino iba por la playa y entre las dunas había praderas de frutillas silvestres. Era cuestión de bajarse del caballo, buscar un claro en la arena, y comer frutillas hasta hartarse. Eran exquisitas con un sabor semejante a las de las frutillas cultivadas, de un tamaño menor, como el de una mora o una cereza las más grandes. Después cundo leía el “Cautiverio Feliz” de Pineda y Bascuñan recordaba esos prados de frutillas

Los animales de José se habían vuelto salvajes y parecían estar haciendo una especie de regresión a un estado primitivo, una vuelta al Uro. Habían desarrollado un pelaje largo y eran algo agresivos. En medio de la hierba alta se veían amenazantes. El terreno era seguramente muy fértil, recuerdo que el pasto llegaba a la altura de la barriga de mi caballo y los animales estaban como sumergidos en el verde.

Había que elegir un novillo gordo y grande. No era cuestión de “rodearlo”, el animal se arrancaba para cualquier lado. Había que lacearlo.

El lazo de cuero es una maravilla tejida con larga tiras de cuero, tiene una cierta rigidez, que creo, sin quitarle méritos al laceador, ayuda su poco a lanzarle el lazo al animal. Pero se debe lacear solo de los cuernos, sin orejas entremedio.

José se había hecho acompañar por un huaso experto en arrear animales apegualados. El pegual es una argolla extra fijada en la cincha de la montura. En ella se amarra el lazo con que se lleva a un animal rebelde. El caballo y el jinete saben posicionarse de modo tal que el lazo quede siempre paralelo al eje del caballo para que sea este el que resista los tirones del animal laceado, el huaso no podría mantenerlo mucho tiempo; deben saber cuidarse de un tirón lateral que puede fácilmente botar caballo y jinete. Finalmente el vacuno se rinde, entiende que tiene que caminar a Maullín. El pobre no sabe que lo espera el matadero y que su piel probablemente sirva para hacer un nuevo lazo.

Todo esto sucedía bajo un enajenante cielo azul y la brisa marina del verano.

La fiesta de la Candelaria en Carelmapu

El dos de febrero es la fiesta de la Candelaria que tiene un carácter de celebración popular en todo el mundo católico y hay iglesias, lugares y santuarios dedicados a la Virgen Candelaria por todos lados y paises. Para la fiesta, Maullín queda desierto y todo el mundo parte a Carelmapu.

Mi primo Llico le conseguía caballos y aperos a todas las visitas del tío Jaime, que siempre eran muchas. Como yo era el cabro chico y no muy querido por Llico, todos los caballos estaban ocupados y que decir de los aperos. Ahí estaba yo con la cara larga, Entregado a mi suerte y rascándome con mis propias uñas.

Salí en peregrinación buscando una solución entre mis amigos y conocidos, sin mucha esperanza. Toda la gente estaba preparada de antemano y los recursos comprometidos.

El hijo de un amigo de mi padre, Renecito – llamado así para diferenciarlo de su padre, don René García – me tenía simpatía, se compadeció y no sé de donde sacó un caballito moro, esbelto y ágil, tirador de rienda… y con aperos y todo. Me lo prestó.

El caballo era de talla un poco menos que mediana y para mi edad y estatura era ideal. Dentro de su gran brío natural, era de una obediencia perfecta a la rienda y yo sentía que podía pararlo quieto en la cabeza de un alfiler. Fui feliz y partí al día siguiente con él a Carelmapu junto al grupo de parientes, visitas del tío Jaime y amigos. Renecito, por lo demás, se quedó en Maullín, creo que no le interesaba la fiesta.

Iban en la caravana Ruth, hermana de Renecito, y su marido Ramiro. Se distinguían en el grupo, ella era rubia, buenamoza y de una gran simpatía, Ramiro con unos bigotes típicos de la época, de porte elegante, parecía galán de película mexicana. Se diferenciaban del grupo porque tenían unos caballos de talla grande, como los que se ven en los cuadros ingleses. Ambos desde luego, eran los únicos que usaban impecables pantalones blancos de montar y botas altas.

Las sillas y riendas que usaban eran de estilo inglés, que toda la vida encontré terriblemente incómodas, siempre, literalmente, con ellas perdí los estribos. Los estribos de la silla inglesa son metálicos, resbaladizos y si uno no los presiona – hay que cabalgar más de pié que sentado – se sueltan y andan para cualquier lado. Muchas veces preferí poner el pie sobre el estribo, en la correa que servía para colgarlo, algo definitivamente inelegante y contrario al protocolo.

Todo esto viene a propósito de la excursión a la Candelaria de Carelmapu. El caso es que el caballo de Ruth no sé qué vió en una planta tirada en medio del camino, se espantó haciendo primero un movimiento hacia atrás y enseguida hacia el lado, lo que en una silla inglesa significa caída segura. Así fue, y para remate, la bota de Ruth se trabó en el simpático estribo inglés y el caballo la arrastró unos cuantos metros mientras sus cascos la iban rozando y todos nosotros gritando. Fue muy repentino y no apareció ningún caballero para el rescate. Fue un gran susto, por suerte Ruth se soltó y, aparte de quedar llena de polvo y despeinada, recuperó su caballo y seguimos viaje.

El viaje era muy entretenido, se formaban y deshacían grupos de dos o tres jinetes que iban conversando. Había una detención para merendar y dar el bajo a bebidas, chicha de manzanas, sándwiches, huevos duros y presas de pollo.

Finalmente llegamos a Carelmapu. La cantidad de jinetes, toldos con toda clase de mercancías, carretas con bueyes, gente a pié, era impresionante. Rugendas no se la habría podido para representarla. Llegaba gente desde todos los campos vecinos y desde la isla grande de Chiloé. Daba la impresión que toda la comarca se había vaciado en la fiesta. La gente además con sus mejores trajes, caballos y aperos, siempre bajo el sol y la brisa limpia del sur.

Lamentablemente, con los percances del camino, la procesión de la Virgen la perdimos. Dimos unas vueltas por aquí y por allá y tuvimos que organizar el regreso para no llegar de noche de vuelta a Maullín.

Se me estaba olvidando mi caballo moro al que exigí al máximo, como si fuera juguete o una moto nueva. Se lo devolví a Renecito al día siguiente. Unos días después me encontré con él y le pregunté por el caballo:

¡Se me murió, me dijo, no sé que le pasó!

Nunca supe si fue verdad, si alguien le contó que anduve llevando, con entusiasmo infantil, la resistencia del animal al límite y no quiso correr el riesgo de prestármelo nuevamente o si efectivamente se murió. Renecito era bastante mayor que yo y quizás se entretuvo con mi confusión. Aún hoy, a veces siento que tengo un caballito moro en la conciencia.

El Curanto

Hay varios tipos de curanto: el curanto a la olla y el que se cocina en tierra de distinta envergadura según la ocasión. El que describo a continuación es, creo, el más auténtico. No recuerdo bien la celebración que originaba el gran curanto, tampoco si era un acontecimiento de excepción o una fiesta anual. Fue quizás en honor al Arco Iris o al de la liga de fútbol de Maullín.

Para mí el ritual comenzó con una excursión al cerro a cortar grandes ramas de helechos, de un tipo que llamaban “ampes”; muy grandes y con ramas más bien diáfanas, formadas por muchas hojas pequeñas. Recogimos una gran cantidad.

Cuando regresamos a la casa nos encontramos, cerca del manzanal, con un gran hoyo de aproximadamente 1,5x2,5 metros y un metro de profundidad. Lo cruzaban varas de madera y sobre ellas descansaban unas grandes piedras, bolones de río. No me imagino de donde las obtuvieron, las orillas del río eran arenas o un limo suave. Había una gran fogata y el objetivo era, según me decían muy en serio, lograr que los bolones quedaran transparentes por efecto del calor.

Al quemarse las varas, caían al fondo del hoyo brasas y piedras. Cuando cayeron las últimas, rápidamente se cubrían con sacos de cáñamo empapados en agua. Sobre los sacos los ampes. Sobre ellos grandes hojas de repollo. No recuerdo si se usaron también hojas de nalca.

Los mariscos llegaron de Carelmapu. Habían viajado de noche, transportados en sacos y en carretas. Venían picorocos, tacas, cholgas, choritos y otros mariscos en menor cantidad.

Se abrían los sacos directamente sobre el hoyo derramando su contenido sobre las hojas verdes, en capas sucesivas de mariscos y hojas de repollos. Finalmente envueltos en sacos harineros muy limpios y blancos, pollos, carne de chancho, arvejas, habas y dos comidas chilotas típicas: milcaos y chapaleles.

Los milcaos se hacen con papa rallada y chicharrones. Los que sobran del curanto, se guardaban y después se freían en mantequilla y se comian con miel: manjar celestial. Los chapaleles son hechos con harina, nunca los probé, se me antojaron una simple masa hervida.

Todo el conjunto se cubría nuevamente con hojas de repollo y una capa final formada por champas de pasto formándose al final, sobre el hoyo, un túmulo prometedor. Es una especie de gran cocimiento, el vapor comienza a salir filtrándose muy suavemente y preparando el ánimo a lo que viene. Se observa y se espera, entre chistes y comentarios, con un vaso de chicha de manzana en la mano.

Se había abierto un espacio a la sombre del manzanal e improvisado mesas y bancos con tablones.

Personajes inolvidables

Mis tíos-primos y amigos:

José

El mayor de los hermanos. Ya he escrito algunos recuerdos de él que tienen un carácter personal. Agregaría que fue el principal apoyo de su padre y que eligió quedarse en Maullín. Salvo Yolanda (Yolita), el resto de sus hermanos emigraron a otras ciudades.

José tuvo una proyección social muy importante. Visto desde la distancia me parece el prototipo del personaje que va en conquista de un territorio y es constructor de progreso.

Para la casa el agua potable y sus tecnologías de almacenamiento y tratamiento. La chicha de manzanas industrializada. Las bebidas gaseosas. La selección de animales finos para la lechería y crianza. La cancha de fútbol para el pueblo. El aerodrómo, etcétera.

Los terrenos para el aeródromo fueron donados por el tío Jaime, José era quien que con su empuje garantizaba el éxito del proyecto. La cancha en ese momento era básicamente un terreno plano libre de obstáculos.

Estuve presente cuando llegó el primer vuelo. Se juntaron dos aviones: un Aeronca y un Fairchild. El Aeronca, un avión liviano llegó primero. Tenía una cabina cerrada. De ella bajó el piloto con una vestimenta muy de película de la época: una especie de gorro con grandes anteojos, gran chaquetón y botas, todos los elementos de cuero. Se estaba encapotando el cielo, había algo de viento y temor que el avión pudiera llegar a ser arrastrado o no alcanzara de vuelta a su punto de partida. No había como anclarlo. Estuvo poco rato y regresó a Ancud antes que las condiciones meteorológicas empeoraran. Llegó también el Fairchild. Se veía más pesado y resistente, tenía un rutilante color azul. Era de esos aviones sin cabina en que el piloto y pasajero van sentados dentro del fuselaje, a la intemperie y tiene que gritar para comunicarse. No sé si sigue existiendo el aeródromo en ese lugar, en ese momento que recuerdo ahora, era sólo una pista de aterrizaje. Sin embargo un claro signo del empuje y afán de progreso.

Entre otras cosas, unos años más tarde cuando yo dejé de ir a Maullín, José fue primero regidor y luego alcalde muy querido y apreciado por el pueblo. Participó en innumerables actividades liderándolas: bomberos, Club de Leones, creación de una escuela, etcétera. Fue declarado Hijo Ilustre de Maullín

Volví al sur después de un buen tiempo y, aunque fuera muy de pasada, tenía que mostrarle a Myriam el lugar del que tanto le había hablado. Ahora se podía llegar en automóvil. Fue después del terremoto del 60. Con el maremoto el agua salada del mar entro por el río Maullín y subió por el Cariquilda inundando las riberas, parte de los potreros, entre ellos la zona que ocupaba el Manzanal. Parece que los árboles no sobrevivieron a la salinidad. El manzanal y unos galpones se habían borrado. Era un cuadro muy triste e irreal. Yolita vivía sola en la casa.

Avancé hacia el centro del pueblo tratando de mostrarle los distintos lugares a Myriam y en eso me detuvieron dos carabineros. Había llegado el progreso y creo que me pasé, sin darme cuenta, la única luz roja del único semáforo del pueblo ubicada en la plaza. Los carabineros me pidieron los documentos y al ver el apellido, me preguntaron si era pariente de don José Montealegre. Les dije que sí; me devolvieron inmediatamente los documentos y me recomendaron ser menos distraído.

Germán

Me encontré con él un par de veces, cuando venía de visita a Maullín. Estaba casado con una chiquilla muy linda, que parecía frágil y quizás delicada de salud. No recuerdo su nombre real, le llamábamos Lála. Germán era pura gentileza con ella. Vivían en Ancud. No tuvieron familia.

Reinaldo

En ese tiempo se le veía poco en Maullín y sólo en vacaciones. Estaba en Santiago estudiando en la Escuela de Aviación. Era muy bueno para el fútbol, jugaba en el Arco Iris el poco tiempo que estaba en su casa y en el Primer Equipo de la Escuela de Aviación, en Santiago.

Era la época de los Clásicos universitarios y el fútbol era una fiesta. Había también un campeonato de las escuelas militares en el Estadio Nacional. Asistía con mis compañeros de colegio y me fantocheaba frente a ellos con Reinaldo que destacaba en el equipo de la Aviación.

Vivió después en Ancud. De pasada lo pasé a saludar un rato, me recibió muy fríamente, quizás ni se acordaba de mí. Cada uno tiene sus propios recuerdos mágicos y yo no era parte de los suyos.

Nibaldo

Nibaldo era genial. Su campo de acción era la electrónica. También era bueno para el fútbol.

En el Maullín de aquella época la electricidad la producía don Mustafá Essedin (supongo que así podría deletrearse su apellido), que era dueño además del almacén en que se encontraba de todo. Tenía un locomóvil que funcionaba a leña y accionaba un generador de electricidad durante un período de tiempo relativamente corto. Después de las 10 de la noche se interrumpía el suministro.

Era la época en que había finalizado recién la la guerra en Europa y muchas cosas faltaban. Nibaldo fabricó acumuladores para tener electricidad propia y poder escuchar la radio hasta media noche. Pleno éxito de Nibaldo. La radio estaba en la cocina, para que todos democráticamente nos juntáramos a escuchar aprovechando el calor de la estufa.

Fabricar un acumulador no es nada fácil. Recuerdo problemas que me explicaba Nibaldo: la separación de las celdas con unas delgadas láminas de madera, el asfalto para sellar, la obtención de agua destilada. Además era necesario tener una cierta cantidad de estos elementos para la luz de la casa y la radio, reemplazo, etcétera.

No sé si hoy podría imaginarse esa época. No existía la Internet ni YouTube. Había una revista que invitaba a emprender esta clase de aventuras técnicas, el “Popular Mechanics”. Pero creo que pocos lectores no se arredraban ante los desafíos que allí se planteaban.

Nibaldo investigaba, armaba los acumuladores sobre chasis de baterías de automóviles descartadas y acometía la ardua construcción, una cantidad fallaba pero la constancia y porfía sacaba las cosas adelante.

Para cargar los acumuladores, en el techo de la casa instaló un “Wind Charger”, equipo que importaba mi padre desde su firma en Puerto Montt. Hoy la energía eólica parece una novedad, en Maullín Nibaldo la manejaba perfectamente ya en la década del 40.

A veces había que detener el Wind Charger. Las abejas de José se molestaban con el artefacto y lo atacaban, muriendo al chocar con la hélice.

Lamentablemente después, como se dice “le perdí la pista” a Nibaldo. Fue a vivir a Chilloé y fundó allí su familia.

Sergio

Me parece que Sergio llegaba también de Santiago a pasar las vacaciones de verano. Estaba estudiando mecánica.

Tuvo en Santiago una empresa de mantención y reparaciones de refrigeradores, lavadoras y otros accesorios domésticos. A pesar de vivir en la misma ciudad nos veíamos muy ocasionalmente. Fui alguna vez su cliente, me atendió refrigerador y cocina.

En Maullín era una persona siempre alegre y accesible.

Yolanda

Cuando se casaron, el tío Jaime y la tía Cristina fueron a vivir a la isla Melinka, del archipiélago Chilote. Creo que el tío Jaime fue su primer propietario. Le pusieron ese nombre a su primera hija que murió, creo, siendo aún una niña.

Yolanda fue en la práctica la única hija mujer entre sólo hermanos hombres. Muy apegada a sus padres y muy protegida por todos.

Ayudaba a su madre en la cocina y entre ambas fabricaban y cocinaban de todo.

Especialmente apreciados eran unos dulces de leche. Cuando escucho hablar de manjar blanco, o lo saboreo – me gusta mucho – recuerdo esos dulces de Maullín. Eran quizás la misma cosa como componentes: leche y azúcar. Tenían, sin embargo, una diferencia esencial: eran absolutamente de un blanco inmaculado y de un sabor en todo caso exquisito. Parece que el secreto consistía en cocinar a fuego lento sin que se tostara la leche. A veces me dejaban ayudar, y sin exageración, durante una hora o más, se revolvía la mezcla sin descanso, sin dejar detenerse a la cuchara de madera que la hacía girar. No recuerdo si además de la mezcla se agregaba en alguna porción algún colorante o especie. Yo las recuerdo blancas.

Había después uno accesorio en forma de tubo, que se llenaba con el manjar que un émbolo empujaba hacia la salida dando según la forma de una boquilla intercambiable de salida, dulces de diferentes perfiles: estrellas, flores, figuras geométricas.

(No tengo claro por qué a estos dulces mi padre las llamaba “Chancaca”. Yo ya en este aspecto dejé de ser sureño y asocio la chancaca con los picarones de invierno y, desde luego, color y textura no tienen nada que ver)

Uno podría pensar que la lejanía de las grandes ciudades y la exigencia permanente de las diversas faenas agrícolas, mantendrían fatalmente alejadas a las personas de la cultura. Sin embargo había una buena cantidad de libros. Recuerdo haber leído algunos de ellos durante las vacaciones, “Las Mil y una noches”, “Memorias de un Médico” y otros títulos, muchos de ellos impresos en Argentina. Pero más sorprendente, teniendo solamente la radio como fuente, encontrar un interés por la música clásica. Para mí, en esa época la música no era todavía un mundo que me interesara y recuerdo a Yolanda y Llico conversando y haciendo comparaciones entre Chopin, y no estoy totalmente seguro, creo que Tchaikovsky.

Yolanda vivía entregada a su familia renunciando quizás a muchas inclinaciones propias. Era una personalidad muy fina, llena de esa percepción femenina de las cosas que están más allá de lo cotidiano.

Era muy cariñosa y protectora. Cuando el maremoto inundó las orillas del Cariquilda y destruyó muchas viviendas, Yolanda albergó más de 40 personas en su casa.

Federico

Estudió en el Seminario de Ancud y fue sacerdote diocesano. Ejerció como párroco en la isla grande de Chiloé, en Quemchi y Tenaún.

Después de mis vacaciones en Maullín, cuando niños, dejamos de vernos hasta varios años después. La primera oportunidad fue durante mi primer viaje al Sur con Myriam: Traté de ubicarlo y lo encontré en Tenaún. Nos invitó a almorzar. Recuerdo que nos sirvieron una fuente llena de tacas recién sacadas del mar. Se dice que las almejas son “la ostra del pobre” Podría este dicho formularse al revés y sería cierto. Son exquisitas, jugo de limón y se alcanza el cielo gastronómico.

Después nos invitó a la iglesia en que se realizaban varias tareas de restauración. Estaba muy orgulloso de ellas y muy al cabo de la importancia patrimonial que tenían.

Después nos invitó al jardín, que era su entretención favorita. Algo increíble que hablaba de su dueño y su conexión profunda con las características del clima y la tierra del sur.

Tenía una buena colección de flores pero se había dedicado especialmente a cultivar gladiolos. No me imagino como, pero había logrado contactarse con ese tipo de casas comerciales europeas que se dedican a la comercialización de semillas y bulbos. Había según nos contaba una firma holandesa que era su preferida.

Tenía una variedad de gladiolos increíble, naranjos, amarillos, rosados, de pétalos lisos y ondulados, blancos e incluso … unos de color negro. El sur como Inglaterra, puede ser el paraíso de la jardinería. Allí las plantas las riega y asolea para que crezcan hermosas, el buen Padre Dios.

Seguimos en contacto con Llico a través de cartas. En un momento sufrió una paraplejia seria y la Iglesia lo mandó a Santiago. Iba verlo de vez en cuando a un hospital o casa de reposo en San Bernardo. Se recuperó parcialmente, volvió al sur y supe que su misa tenía que rezarla sentado.

Chundo

Don Segundo Navarro: Chundo. Era fuerte y diría majestuoso como un roble del sur. Un hombre apellinado. En cierta forma una especie de asceta por su resistencia al clima y por la sobriedad de su vida. Su habitación quedaba en la mansarda, el soberado se le llama en el sur, al lado de las manzanas de guarda y el aroma de la madera que estructuraba el techo.

Vivía para trabajar. Era el ordeñador principal; recuerdo que había encargado a Valdivia unos zuecos de madera, una especie de hawaianas con una banda de cuero que cubría parcialmente un grueso conjunto de suela y taco de madera. Con este calzado se metía a la zona de ordeña y no echaba a perder zapatos o ropa caminando por el barro. Su vestuario era algo parecido en funcionalidad: blujeanes o algo análogo, una camiseta y suéter de lana chilota. Una imagen de funcionalidad y sobriedad. Era el hombre de confianza del tío Jaime y José.

Otra imagen diferente mostraba don Chundo cuando, con la carreta y los bueyes, iba cargado de mercadería con todo lo producido en la casa y el fundo a entregarla a los clientes del pueblo. De punta en blanco, un poncho precioso y un sombrero negro de ala corta. Igual que cuando salía a alguna celebración o fiesta regional. Sus aperos de huaso eran perfectos excepto que reemplazaba el chamanto clásico del huaso de la zona central por un poncho y el sombrero de huaso por el ya descrito.

Tenía un caballo precioso, color mulato, aperado con silla chilena y todos los lujos de la talabartería. El caballo fue siempre mi envidia, era el equivalente a un automóvil “super sport” igual en potencia y pique. Sólo conseguí que me lo prestara un par de veces. Creo que fui el único con ese privilegio.

Tenía dos sobrinos que venían en el verano a trabajar al fundo o simplemente de vacaciones. No puedo recordar el nombre del mayor, era de pocas palabras como su tío. El segundo era Daniel, especialmente bueno para el futbol y admirado por nosotros por ello. Estaba estudiando en la Escuela de Aviación en Santiago.

Salustiano

Salustiano Antecao ayudaba en los trabajos del fundo ocasionalmente. Era otro de esos personajes transparentes y fuertes con esa gentileza y nobleza profunda con la que algunos tienen la suerte de nacer. Hombre de pocas palabras, un gran caballero.

Era uno de los pilares del Arco Iris. Jugaba como zaguero y por su zona no pasaban los del equipo contrario.

La tía Felicia

Vivía con la familia García y fui a verla en algunas oportunidades. No sé qué edad tendría, era bien viejita. Fue madrina de mi padre y además su profesora de piano.

Mi papá recordaba que cuando él era niño, vivían en Ancud y tenía que ir a clases con la Tía Felicia. Mi abuelita Dorila lo vestía de punta en blanco, probablemente con un traje de “marinerito” y un sombrero de paja con cintas. Sus amigos se burlaban de él y su elegancia del momento y lo motejaban como “la chiquita”.

La tía Felicia tenía un choroy que no sólo pronunciaba algunas palabras, sino que con algo de estímulo, cantaba “Noche oscura, nada veo”. Mi padre me enviaba a saludar a la tía Felicia y a aprovechar de ver el loro y a hacerlo cantar. Él lo recordaba como un pájaro de hermoso plumaje verde típico. Cuando yo lo conocí, fuera de una solitaria pluma en la cola, muy ridícula, estaba completamente pelado, pero no se había olvidado y aún cantaba “Noche oscura”

* * * * *

Hay otras figuras cuyos nombres se me han olvidado y que recuerdo también con cariño.

Escribí estos recuerdos pensando que he tenido el privilegio de vivir esos días y con esa gente única. Siento que ha sido algo magnífico, especial, extraordinario, que no puedo permitir que sea borrado de la memoria y llevado por el viento del tiempo.

jueves, 5 de marzo de 2015

ASUNCION


versos a lo divino

ved la hélice del tiempo
con sus aspas de guadaña
avanzando por el viento
en la luz de la mañana
mirad como se abre el cielo
para asomar al Uno y Tres
de nuestros ojos cae un velo
y vemos por primera vez

la Madre que encendió el fuego
viene a llevarnos con ella
la traen ángeles, vuelan
aletean sin esfuerzo
es su escabel la luna
brilla su nimbo de estrellas
está como primavera
todas las flores perfuman

el trino de los pájaros
lo anunciaba desde antes
las trompetas fulgurantes
y las luces del relámpago
desde el cielo hacia la tierra
desde ahora hasta el ocaso
desde lejos y de cerca
sones llenan el espacio

se escucha potente el rumor
como lluvias torrenciales
suenan los himnos, es temblor
enajenan los timbales
sobre el coro de las voces
se oyen tiernas las sopranos
son como ciervos veloces
los panderos en sus manos 

voz del bosque son los bajos
por el aire también suben
con címbalos y a rebato
las contraltos a las nubes
no me escucho en las alturas
todo ha sido convocado
vertiginosas de blanco
veo subir unas figuras

dadle ese color a mi manto
que quiero ascender con todos
y dejadme unir mi canto
a los tenores del coro
sube poderoso espiral
ven, arrástrame contigo
adiós al lento camino
voy en tus alas a volar

ya todo se ha completado
los raudos ángeles pasan
majestuoso uno de plata
hace un último llamado
que con su trompeta toca
se vienen los cuatro vientos
fuerte el Espíritu sopla
aquí se termina el tiempo

TONGOY


No soy de aquí
pero son mías estas playas
esta luz en las olas
deslumbrante
este suave viento que viene en azul profundo
desde el infinito
o apenas de más allá de los ojos
hecho real por fáciles pájaros

Camino en la arena
al borde del agua
que quiere sorprenderme o huye por la playa
¿podré elevarme rozando la espuma
y acariciar la cadera dulce de los cerros?
¿podré sumergirme y dejarme llevar enajenado
en el balanceo que agita
esa cabellera de algas marinas?

Aromas oceánicos
leve sabor de sal
caricia de la creación
vuelo con los ángeles en el Paraíso